La montaña perdida

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Los tormentos de la sed.
—¿Vean ustedes! ¡El Cerro Perdido!
Profirió esta exclamación un hombre de mediana edad, alto, vigorosamente constituido, que montaba un caballo de corta alzada, pero, sin embargo, vigoroso. Era un «gambusino» o buscador profesional de oro que, en aquellos días, servía de guía de una caravana que se dirigía al gran desierto de Sonora, cerca de la frontera de Arizona.
Componíase la caravana de cierto número de jinetes y de muchos carros, tirados cada uno por ocho muías. Algunos de estos carros llevaban un equipo completo de herramientas y máquinas para minería, y a retaguardia iba una reata de mulos también cargados.
Á excepción de dos, todos los hombres eran mejicanos, y entre éstos los había blancos y mestizos, con sangre india en las venas. Por el traje de cada uno de ellos podíase adivinar el rango y el oficio respectivo. Los mineros constituían mayoría, y luego había los carreteros, los arrieros y los mozos, así como también los vaqueros que conducían el ganado

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