[Dedicatoria a Felipe IV]
Señor:
Pocos ministros han ido a la Nueva España, ni vuelto de ella, más obligados que yo al amparo de los indios, y a solicitar su alivio; porque cuando me olvidara de las obligaciones de sacerdote, en cuya profesión es tan propio el compadecerse de los miserables y afligidos, no podía olvidarme de la de pastor y Padre de tantas almas como están a mi cargo en aquellos reinos, en la dilatada diócesis de los Ángeles, que, sin duda, cuando no en la latitud y extensión, en el número de indios llega a tener casi la cuarta parte de todo el distrito de aquella Real Audiencia de Méjico. Y claro está que no hay Padre tan duro de corazón que vea y oiga llorar, y lamentarse a sus hijos, y más siendo pobrecitos e inocentes, al cual no se le conmuevan las entrañas, y se aflija y lastime, y entre a la parte de sus penas, pues aun el cuerpo (tanto antes difunto) de Raquel, ya reducido a polvo, lloró sin consuelo, con lágrimas vivas, la muerte de sus perseguidos hijos inocentes, por inocentes, por hijos y por perseguidos.
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