En el año 1630, en la aldea francesa de Loudun, las monjas de un convento de ursulinas fueron poseídas por demonios que les engendraban espantosos impulsos hacia el párroco local, hombre culto y hermoso adorado por las mujeres de la aldea y detestado por sus maridos. Acusado de hechicería, fue preciso que interviniera el mismo cardenal Richelieu para poner fin a la agitación que se había concitado.
De Urbain Grandier, el protagonista, se han dicho las más grandes atrocidades, sin que nunca llagaran a probarse.
Huxley nos lleva a lo largo de esa vida, que se ve arrastrada a un final terrible: Grandier es juzgado por brujería, torturado y quemado vivo. Surge entonces otra de las sorprendentes facetas de la personalidad de este párroco: este sensual, este soberbio, se convierte, a través de su martirio, en un hombre y en un cristiano; se niega a hacer falsas confesiones, a aceptar pecados que no ha cometido y, cuando muere lo hace con pleno arrepentimiento de sus faltas, lleno de humildad ante Dios.
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