La ciudad del oro

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YARURI
—¡Cuidado, Alfonso! Si te caes de ahí, no sé si el médico, nuestro
excelente Velasco, sabría arreglarte los huesos.
—No te preocupes, primo; tengo el pulso firme y la vista segura.
—Es que estos condenados yaguares pegan unos saltos capaces de dar
envidia a los tigres indios. La semana pasada, sin ir más lejos, me han
lisiado a un esclavo junto a la desembocadura del Araca, aunque el
desgraciado era un hábil cazador.
—Pero no tenia a mano un fusil.
—Una flecha mojada en el venenoso curare vale tanto corno una bala de
fusil.
—No me fío de las flechas, Rafael.
—Pues te engañas; vuelan silenciosas y no yerran el tiro jamás cuando
las dispara un indio del Orinoco. Te diré, además, que…
—¡Silencio!
—¿El yaguar?
—He oído romperse una rama ahí cerca.
—¡Estáte quieto, Alfonso! No quisiera celebrar tu llegada de la Florida
con una desgracia.

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