Cada año la naturaleza nos muestra una imagen de lo que es el renacimiento
de un pueblo. Cada año, el invierno detiene la circulación de la vida, deja
desnudas las ramas, y cubre la tierra de nieve y de escarcha.
Pero la muerte es aparente. Las nieves de las montañas se funden,
alimentando a los ríos que conducen al llano la fuerza acumulada de
glaciares y ventisqueros; la tierra siente cómo penetran por todas sus
moléculas la humedad amorosa del agua que fecunda; bajo la costra de los
heleros y la gruesa protección de nieve y escarcha, las semillas se remueven
y se agrietan, abriéndose para dar paso a la vida que regresa; los viejos
muñones de los árboles sienten el estremecimiento, el escalofrío, que
anuncia la nueva pujanza de la savia. Después el sol alarga los días y entibia
el aire; retroceden las nieves a las sierras más altas, el viento mece los
sembrados y las gruesas ramas, a punto de rebrotar; crece el estallido del
movimiento, de la vibración, de la actividad en toda la naturaleza; e
innumerables rumores cantan otra vez el eterno himno de la vida renovada