«Será el primer caso, creo, de novela en que se hace burla de la
heroína y de su galán. Pero la ironía no perjudica al pathos; al
contrario, la ironía subraya el aspecto patético», escribió Gustave
Flaubert en el largo proceso de redacción (1851-1856) de La señora
Bovary. Alarmados por su «invencible tendencia al lirismo», algunos
amigos le habían aconsejado centrarse en «un tema banal, uno de
esos sucesos que abundan en la vida burguesa». Al final, tanta
sujeción al «tema banal» y tanta refutación del «lirismo», volcadas
en la historia de un adulterio en una ciudad de provincias, escéptica
ante el espíritu romántico tanto como ante el científico, le valieron un
proceso por «ofensa a la moral y a la religión».
No han dejado desde entonces de correr ríos de tinta en torno a La
señora Bovary, que hoy presentamos en una nueva traducción de
María Teresa Gallego Urrutia. Defendida en su día por Baudelaire y
Sainte-Beuve («Flaubert maneja la pluma como otros el escalpelo»),
reivindicada por Zola y el naturalismo, rescatada por Sartre y los
autores del nouveau roman, admirada por Nabókov por su
«incomparable imaginación plástica», es aún hoy un modelo central
de lo que debe y no debe ser una novela
La senora Bovary
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