Este relato breve y sabroso, que es en verdad una tensa novela, la
de la lucha de años del pintor Frenhofer por atrapar la vida misma,
acabó por ser una fábula: la del arte de hoy. Rodin, Cézanne o
Picasso (cuyo encuentro con la obra de Balzac reseñan las
ilustraciones de esta edición), pero también Rilke o Schönberg y
Thomas Mann, todos ellos vieron en el juego de barajas en que se
enfrascan los tres pintores, con una pintura y una mujer de por
medio y la vida por prenda la cifra del acto de creación. El propio
Balzac entendió poco a poco que había encontrado con ese relato la
clave de su obra. Como bien muestra Francisco Rivera, Balzac
conjura en él sus demonios, y echa al traste el obstáculo que la
belleza antepone en arte a lo real: mejor fragmentos de obra,
pedazos de cuerpo, un pie, vivos, que por supuesto una obra sin
vida, un cadáver exquisito. Pero peor aún es la vida sin la obra.
Porque la vida misma, «la vida sin el esqueleto», ¿no será una
masa algodonosa (o libidinosa) que se cuela por doquier y se lo
traga todo, el horror mismo? ¿No da acaso Frenhofer, en su Belle
noiseuse, con la nuez de lo nocivo? Antes de Balzac, las novelas se
ocupaban de lindos sueños y de violencias del alma: aun Sade o
Lacios escribían obras edificantes destinadas a educar a las
jovencitas. La Comedia Humana, quimera convertida en realidad
tiránica, vida animal y hembra, se trocó en historiadora y Balzac en
su secretario. Devoró al estilista mediocre, autor de obritas
disparatadas, y engendró la novela de nuestros tiempos. ¿Realista?
Más de lo que él imaginaba: figuración o no, el arte creador da con
lo real.
La obra maestra desconocida
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