Tenía 16 años cuando un agudo ataque de keratitis punctacta me dejó (después de 18 meses de ceguera casi total, dependiendo del Braille para leer y de un guía para mis salidas) con un ojo apenas capaz de percibir la luz, y el otro que sólo me permitía reconocer la línea de 57 de la escala de Snellen a tres metros y medio de distancia. Mi problema con la vista se debía principalmente a opacidades en la córnea, pero este estado se complicaba con hipermetropía y astigmatismo. Durante varios años, los doctores me aconsejaron leer con ayuda de una poderosa lente de aumento, para después recetarme anteojos. Con ayuda de ellos, pude reconocer la línea de veinte a tres metros y medio, y pude leer bastante bien, con tal de tener la pupila dilatada con atropina para ver alrededor de la mancha de opacidad, ubicada en el centro de la córnea. Sin embargo, experimentaba siempre una sensación de esfuerzo y fatiga, y muchas veces fui vencido por un agotamiento físico y mental que sólo podía producir el esfuerzo ocular.
El arte de ver
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