Declinaba el día. Los encargados del alumbrado público corrían de una a otra acera desempeñando sus funciones. El cielo, de un azul pálido, parecía conservar todavía la luz diurna, mientras un vapor húmedo y ligero descendía sobre el sol poniente. El frío era intenso, seco, claro, sonoro; el aire traía el eco lejano de los ruidos vagos del invierno; la nieve, fuertemente apelotonada crujía bajo los pies y hacía rechinar, al volver las esquinas, las planchas de hierro de los trineos, y todo tenía ese aspecto típico, frío, oprimente y risueño, de los de grande helada. Una estrella brilló de pronto en el pálido cielo y pronto se dibujaron multitud de constelaciones por encima de las casas, en el éter límpido y sutil. El termómetro marcaba 18 grados Réaumur.
—¡Qué helada! ¡Día de perros!-gruñó un cochero a
un camarada suyo, acurrucado en la puerta de una taberna.
El calvario de Raisa
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