HIPOCRESÍA DE LAWRENCE
Como todos los ingleses que tienen algo que ocultar, Lawrence no se cansa tampoco de declararse enemigo implacable de la llamada hipocresía británica. Es preciso retroceder hasta Byron (podríamos detenernos en Oscar Wilde, si este nombre no se prestara a equívocos) para hallar en la literatura inglesa el ejemplo de una actitud literaria otro tanto interesada y sospechosa. «Los ingleses —afirma Chesterton— son demasiado insulares para una isla.» No se podría justificar más atinadamente la hipócrita pretensión de un Byron o de un Lawrence a la sinceridad absoluta, a la inmoralidad desinteresada, a la más voluntaria y declarada ortodoxia no conformista.
La historia de la literatura inglesa contemporánea es un poco la de Robinsón Crusoe: la historia de un naufragio, del que cada cual logra salvar cuanto le es necesario para construirse un islote en medio de la gran isla Inglaterra. También Lawrence, ese Marivaux del instinto, como, en expresión afortunada, le llama Eugène Marsan, repite a su propia manera, con la morbosa ingenuidad de los fanáticos, la experiencia de Robinsón. Llegado apenas a la orilla, el primer problema que se plantea Lawrence no es el de la construcción de una cabaña, sino el de la liberación de la humanidad anglosajona de la esclavitud de la hipocresía sexual: el problema, en otras palabras, del amor físico, de la creación en su apariencia cotidiana.
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