Para ser alguien que jamás se ha visto amenazado por una ejecución
legal, siento un horror bastante extraño hacia la silla eléctrica. De hecho,
pienso que el tema me estremece más que a muchos de quienes han tenido
que afrontar tal prueba. La razón está en que lo asocio con un incidente
ocurrido hace cuarenta años… Un suceso muy extraño me colocó al borde
de desconocidos abismos negros.
En 1889 era auditor e investigador para la Tlaxcala Mining Company de
San Francisco, que gestionaba algunas pequeñas propiedades de plata y
cobre en las montañas de San Mateo, en México. Había habido algún
problema en la mina número 3, que tenía un hosco y escurridizo
superintendente llamado Arthur Feldon, y el 6 de agosto la firma recibió un
telegrama informando que Feldon había desaparecido llevándose los
registros de existencias y seguridad, así como la documentación interna,
sumiendo toda la labor administrativa y financiera en la absoluta confusión.
Este suceso fue un duro golpe para la compañía, y a última hora de la tarde
el presidente McComb me llamó A su oficina, ordenándome que recuperara
los documentos a toda costa. Esto tenía, él lo sabía, grandes dificultades. Yo
nunca había visto a Feldon, y sólo disponía de una borrosa fotografía para
identificarlo. Además mi boda estaba fijada para el jueves de la siguiente
semana a tan sólo 9 días, por lo que yo, naturalmente, me sentía poco
dispuesto a lanzarme a una caza del hombre, de duración indefinida, en
México. El apuro, no obstante, era tan grande que McComb se sintió
justificado para encomendarme tal misión, y yo, por mi parte, decidí que
aceptar tal misión merecía la pena, en vista de los beneficios que reportaría
a mi posición en la compañía
El verdugo electrico
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