Era una de esas sofocantes noches de enero tan propias del verano argentino, en que miríadas de estrellas cubren el azabachado cielo. El «Medusa» permanecía anclado en absoluta quietud, pues tal bonanza reinaba que no se oía ni el rumor del agua ni el rechinar de las jarcias. El océano parecía estar sumido en profundo sopor
Ictiandro
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