Una argentina vibración producida por un sonido metálico repercutió
largamente en la amplia sala, sostenida por veinte columnas de madera,
pintada con vivos colores y zócalos cubiertos de láminas de oro, e hizo
estremecer a Lakon-tay.
El ministro adscrito a la vigilancia de los S’hen-mheng, los sagrados
elefantes blancos del rey, ante los que grandes y pequeños se inclinaban, al
oír aquel golpe de batintín sintió un escalofrío por todo el cuerpo, y su
frente, ligeramente bronceada, se cubrió de gotas de sudor.
Con perezosa lentitud se levantó del amplio cojín de seda azul que le
servía de asiento y murmuró con voz casi apagada:
¿Este golpe me anunciará la vida o la muerte? ¿La felicidad o la
maldición de Sommana-Kodom? ¿El odio del rey o nuevos honores y
grandezas? ¡Oh, mi Len-Pra! ¡Mi pobre hija!
La ciudad del rey leproso
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