La mujer del Cesar

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hombre que recorría a cortos pasos la calle de Carretas de Madrid, en una
mañana de enero, que aquel hombre se aburría soberanamente; y bastaba reparar
un instante en el corte atrasadillo de su vestido, chillón y desentonado, para
conocer que el tal sujeto no solamente no era madrileño, pero ni siquiera
provinciano de ciudad. Sin embargo, ni de su aire ni de su rostro podía deducirse
que fuera un palurdo. Era alto, bien proporcionado y garboso, y se fijaba en
personas y en objetos, no con el afán del aldeano que de todo se asombra, sino
con la curiosidad del que encuentra lo que, en su concepto, es natural que se
encuentre en el sitio que recorre, por más que le sea desconocido.
Praderas de terciopelo, bosques frondosos, arroyos y cascadas, rocas y flores,
eran las galas de su país. Nada más natural que fuesen las grandes vidrieras y los
caprichos de las artes suntuarias el especial ornamento de la capital de España,
centro del lujo, de la galantería y de los grandes vicios de toda la nación.
Este personaje, que debía llevar ya largas horas vagando por las aceras que
comenzaban a poblarse de gente, miraba con impaciencia su reloj de plata,
bostezaba, requería los anchos extremos de la bufanda con que se abrigaba el
cuello, y tan pronto retrocedía indeciso como avanzaba resuelto.

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