A madame la duquesa de Castries.
El viajante de comercio, personaje desconocido en la antigüedad, ¿no es
acaso una de las más curiosas figuras creadas por las costumbres de la
época actual? ¿No está destinado, en un cierto orden de cosas, a señalar la
gran transición que, para los observadores, une la época de las
explotaciones materiales a la de las explotaciones intelectuales? Nuestro
siglo aliará el reinado de la fuerza aislada, abundante en creaciones
originales, con el reinado de la fuerza uniforme, pero niveladora, que iguala
los productos, lanzándolos en masa y obedeciendo a un pensamiento
unitario, última expresión de las sociedades. ¿No vienen invariablemente
las tinieblas de la barbarie, después de las saturnales del espíritu
generalizado, tras de los últimos esfuerzos de civilizaciones que acumulan
los tesoros de la tierra en un punto? En cuanto al viajante, ¿no es a las ideas
lo que nuestras diligencias son respecto a las cosas y a los hombres? Él las
acarrea, las pone en movimiento, las hace entrechocar; adquiere su carga de
rayos, en el centro luminoso, para sembrarlos a través de las poblaciones
adormecidas. Este piróforo humano es un sabio ignorante, un engañador
engañado, un sacerdote incrédulo que sólo sabe hablar bien de sus misterios
y de sus dogmas.
Los parisienses en provincias
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