Mientras esperaba que madame de Malrive se pusiera los guantes, John
Durham permanecía en el portal del hotel admirando el brillo del atardecer
en los jardines de las Tullerías, al otro lado de la rue de Rivoli.
Sus viajes a Europa eran lo bastante infrecuentes para haber mantenido
intacta la frescura de su mirada. Siempre volvía a quedar impresionado por
el vasto y perfectamente ordenado espectáculo de París: por la apariencia
que tenía la ciudad de haber sido ideada deliberadamente y con audacia
como un escenario para el disfrute de la vida, en lugar de haberse visto
forzada a hacer concesiones poco generosas a los instintos festivos, o
evitarlos construyendo un muro de fealdad sombría y poco ilustrada, como
su propia y lamentable Nueva York.
Pero aquel día, aunque la escena nunca se había presentado más
fascinante, con ese húmedo florecimiento primaveral entre aguaceros,
cuando los castaños de Indias forman una bóveda de un verde irreal contra
un cielo velado, y el mismo polvo del pavimento parece fragancia de lilas
materializada, aquel día por primera vez la sensación de tener un interés
personal en todo ello, de tener que contar individualmente con sus efectos e
influencias, impedía que Durham sucumbiera libremente al hechizo.
Madame de Treymes
$3.990
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