Maurice o la cabaña del pescador

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Quien lanza barquitos de papel
lanza deseos

Las historias para niños —que, cuando son buenas, son también para adultos, y cuando no, para ninguno—, tienen, ante todo, la enorme responsabilidad de llevar al pequeño lector al amor por los libros, por la vida que en ellos palpita. De la fascinación por historias sencillas y bellas durante la infancia proviene, casi siempre, el hábito de la lectura, y no pocas vocaciones literarias. Un niño oye contar una historia y esa historia se convierte en verdadera. Lo que está bien contado, para un niño, es siempre verdad, y por eso la realidad está poblada de buenas historias. Éstas son su referente ante la vida. Los adultos, para apoyar sus afirmaciones sobre cual o tal tema, usan referencias de autoridad que provienen de los poetas, los filósofos o los novelistas. Para los niños es igual, sólo que ellos se apoyan en historias infantiles; éstas son su fuente de sabiduría, su almacén de experiencias, la vara con la que juzgan y, sobre todo, el pozo del que extraen valores, ideas y sentimientos que de otro modo sería largo y difícil obtener. La sencilla visión del mundo que ofrecen las ficciones infantiles, con el tiempo, se irá agotando; el niño, ya adolescente, se dará cuenta de que la realidad tiene muchos más matices de los que estas historias plantean, y entonces, para su comprensión, buscará explicaciones más sofisticadas en la filosofía, la literatura o la poesía. Pero estas primeras versiones de la realidad habrán sido muy útiles, pues le habrán permitido desarrollar su curiosidad al interior de un campo seguro, protegido de las contaminaciones del mundo adulto

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