Uno de los rasgos que más reiteradamente se atribuyen a la cultura española es su riqueza en las más variadas formas del arte popular o tradicional. Es lo que Menéndez Pidal llama “arte para la vida”, es decir, pragmatismo, arte de mayorías, sentido colectivo de la creación estética. Ortega y Gasset, refiriéndose al mismo trazo que individualiza el estilo hispánico, distingue entre popularismo y plebeyismo. No son la misma cosa. Lo primero arraiga en estratos profundos de la historia, en esa intrahistoria o tradición viva a la que Unamuno dedicó uno de sus más sustanciosos ensayos. Fuente manadera de donde brotan la épica, los romances, las imágenes maravillosas de Lorca o de Alberti. Lo segundo es pasajero, moda de una élite que temporalmente adopta los gustos del pueblo, como sucedió, por ejemplo, en el siglo dieciocho, cuando se da una curiosa mezcla entre lo precioso y lo plebeyo. No es difícil suponer de qué lado está la simpatía del ilustre pensador, pero no queda del todo clara la relación entre ambas cosas.
Obras completas
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