Era en diciembre, hará de esto cinco o seis años, al regreso de la
vendimia, en la Provenza.
Desde el gran break, tirado por dos caballos camargueses que nos
llevaban, a rienda suelta, al poeta Mistral, a mi hijo mayor y a mí, hacia la
estación de Tarascón, para tomar el rápido París-Lyón-Mediterráneo, nos
parecía divino aquel atardecer de una palidez ardiente, fin de un día mate,
febril, agobiador y apasionado como el bello rostro de una mujer del Sur.
Ni un soplo de aire, a pesar de la velocidad de nuestra marcha. En los
bordes de la carretera, firmes y rígidos, se alzaban los rosales de España,
de largas y sedosas hojas; y a lo largo de todos los caminos, blancos como
la nieve, de una blancura de ensueño y cubiertos de un polvo arenoso que
crujía bajo las ruedas, presenciábamos un lento desfile de carretas
cargadas de uva negra, siempre negra, y tras ellas los mozos y las mozas,
mudos, graves y gallardos, muy altos y erguidos todos, de piernas largas y
ojos negros. Racimos de ojos negros y uva negra era lo único que se veía
junto a las tinas y los canastos, bajo los fieltros de ala caída de los
vendimiadores y los pañuelos con que las mujeres se cubrían la cabeza y
cuyas puntas retenían entre los dientes apretados.
Port-Tarascon. Ultimas aventuras del ilus
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