SONG-KAY, EL PESCADOR
Song-Kay, saliendo de la redonda cabaña que se alzaba al reparo de un
grupo de lit-si o dino-carpos sobre un terraplén a orillas del riachuelo de
amarillentas aguas, miró el cielo con sus ajillos negrísimos y oblicuos:
—Hoy no lloverá — murmuró —; es preciso pescar un poco. Estoy
harto de pe-sai y arroz hervido. Con tal que la crecida de estos días pasados,
no haya roto las amarras de la zátara…
Song-Kay corrió a la extremidad del terraplén y miró hacia la corriente:
la zátara flotaba intacta sobre las aguas; entonces se retiró con un suspiro de
satisfacción.
Desde que había comenzado la estación de las lluvias no salía de la
cabaña y se había visto obligado a alimentarse con las provisiones de arroz
y de pe-sai y las coles que crecían hermosas, en el pequeño huerto, detrás
de la habitación. Como todos los chinos, Song-Kay era muy sobrio, pero
tenía veintidós años, una salud férrea y aquel régimen de cartujo comenzaba
a hacérsele insoportable.