El romance de Leonardo

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En Florencia, al lado de la Colegiata del Oro de San Miguel, se hallaban las
lonjas del gremio de tintoreros.
Tinglados absurdos, almacenes y cobertizos sostenidos por pilares de
tosca madera se apoyaban contra las casas, cuyos tejados estaban tan
próximos que sólo dejaban ver una estrecha franja de cielo azul. Las calles,
incluso en pleno día, resultaban sombrías. A la entrada de las tiendas,
colgando de varillas de hierro, se veían muestras de tejidos de lana
extranjera, teñida en Florencia. Por el centro de la calle pavimentada de
guijarros corría una reguera de un líquido multicolor, procedente de las
cubas de tinte. Encima de las puertas de los comercios se veían los escudos
de la corporación de tintoreros con las armas de Calimala: un águila de oro,
en campo de gules, llevando un fardo de lana blanca.
En uno de estos almacenes se hallaba sentado, rodeado de papeles y
libros de contabilidad, maese Cipriano Buonaccorsi, rico mercader
florentino y cónsul de la noble corporación de Calimala.
Bajo la fría luz de un día de marzo y entre la humedad que exhalaban
los sótanos llenos de mercancías, el anciano tiritaba envuelto en su ropón de
piel de ardilla, pelado y raído por los codos.

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