John Halifax

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Deja el paso libre al señor Fletcher. A ti te lo digo; zángano, gandul,
pequeño…
«Vagabundo» creo que estaba a punto de añadir Sally Watkins, la mujer
que había sido mi nodriza, pero se contuvo.
Mi padre y yo miramos alrededor, sorprendidos por la poco usual
reticencia que mostraba nuestra conocida. Pero cuando di increpado
muchacho se volvió, fijó por un momento su mirada en cada uno de
nosotros y nos dejó paso, cesó nuestra extrañeza. ¡Andrajoso, lleno de barro
y miserable, el pobre rapaz lo parecía todo menos un vagabundo!
—No es preciso que camines bajo la lluvia, muchacho; pégate a la
pared, y así estaremos todos guarnecidos, tú y nosotros — dijo mi padre, al
propio tiempo que empujaba mi pequeño cochecillo por la callejuela y lo
ponía a cubierto de la fuerte lluvia. El chico, con mirada de gratitud, ayudó
a la maniobra y me empujó adelante. Su mano era fuerte y ruda, endurecida
por el trabajo, aunque apenas si tendría mi edad. ¡Qué no hubiese dado yo
por ser tan alto y fornido!
Sally llamó desde la puerta de su casa.
—¿No quiere Fineas entrar y sentarse un rato cerca del fuego?

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