Aunque más de una vez nos hemos lamentado del abatimiento literario que pesa sobre la capital de Aragón en pleno siglo XIX, nos es forzoso repetir ahora de nuevo la amargura que nos causa esa atonía inexplicable, habiendo de remontarnos muy pronto a sus épocas de prosperidad, que son las que nos ofrecen más patente aquel contraste.
Zaragoza, que tan brillante papel desempeña en la historia de los pueblos tipográficos, hoy no tiene más imprentas, teniendo muchas, que para ocurrir a las necesidades burocráticas e industriales crecientes cada día. Ni un editor que dé la mano a los autores para convertirlos al menos en máquinas de especulación, ni un protector generoso que para honrarse a sí mismo aliente a los ingenios, faltos de todo estímulo y desde luego de toda recompensa; ni una imprenta en donde se reproduzcan, no ya los clásicos españoles, como lo ha hecho algunas veces Barcelona, pero aun los aragoneses por cada día más escasos; ni una corporación o sociedad que fomente las letras costeando algunas ediciones o alentando a nuevas obras, a lo menos de las que hoy se llaman de actualidad;
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