El vagabundo aquel parecía menos inofensivo de lo que todos suelen
ser, y más peligroso, porque estaba jugando con una impresionante pistola
automática, tirándola con una mano y cogiéndola con la otra, balanceándola
con el gatillo sostenido en el índice, mientras la miraba inclinarse a un lado
y a otro, o dejándola, deslizarse entre las manos hasta que el cañón
apuntaba al suelo. La pistola era como un juguete; no podía apartar de ella
sus ojos ni sus manos, y cuando cansado de la diversión, se la metió en un
bolsillo de sus destrozados pantalones, la desaparición fue momentánea. De
nuevo la sacó para agitarla y darle vueltas.
– ¡Esto no puede ser! -dijo en voz alta, no sólo una vez, sino varias,
mientras se entretenía.
Indudablemente era inglés, y lo que un vagabundo inglés hacia en los
arrabales de Littleburg, en el estado de Nueva York, es cosa que requiere
una explicación, que de momento no se da.
El vagabundo del norte
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