El dia de la concordia

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EN pie, ante una larga mesa de acero, un joven trabajaba afanosamente,
armado de unas pinzas y un punzón. El objeto de su atención era un molde
o plancha de imprenta, y aunque le temblaba la mano y por razones de
conveniencia propia, trabajaba con solo una de las doscientas bombillas que
iluminaban el inmenso taller de la imprenta de Ponters, no cometía ningún
error. En una ocasión, alzó la cabeza y escuchó. No había más ruido que el
repiqueteo de una linotipia en el piso de abajo, donde el turno de noche
estaba componiendo una revista dominical; y sirviendo de fondo a este
martilleo, el ruido sordo y prolongado de las prensas en el sótano.
El hombre que trabajaba se limpió el sudor de la frente; e inclinándose
de nuevo sobre la forma (1) prosiguió su labor con increíble rapidez.
Era un hombre de veintitrés a veinticuatro años. Tenía la cara redonda y
los ojos apagados. Tom Elmers era aficionado a la bebida algo más de lo
prudente; y desde el día en que Delia Sennett le había dicho, en su tono
tranquilo y reposado, que tenía otros planes muy distintos de los que él le
exponía con tal vehemencia, no había intentado reprimir sus inclinaciones.

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